sábado, 19 de marzo de 2016

Somos pobres... No por culpa de Dios

S.B Fuller era uno de los siete hijos de un aparcero de Luisiana. Empezó a trabajar a la edad de cinco años. A los nueve ya arreaba mulos. Eso no tenia nada de insólito: los hijos de casi todos los aparceros empezaban a trabajar a edad muy temprana. Aquellas familias aceptaban la pobreza como su destino y no pedían más.

El Joven Fuller era distinto a los demás en un sentido: tenia una madre extraordinaria, una mujer que se negaba a aceptar esta precaria existencia para sus hijos, pese a que ella no había conocido otra cosa. Sabia que algo fallaba por el hecho de que su familia apenas pudiera subsistir en un mundo de gozo y abundancia. Y solia hablar con su hijo acerca de su sueño.

“No tenemos que ser pobres, S.B. -solía decir-. Y que nunca te oiga yo decir que somos pobres por voluntad de Dios. Somos pobres… no por culpa de Dios. Somos pobres porque tu padre jamás tuvo el deseo de ser rico. Nadie en nuestra familia ha tenido jamás el deseo de ser otra cosa.”

Nadie había tenido el deseo de ser rico. Esta idea quedó grabada tan profundamente en la mente de Fuller, que cambió toda su vida. Empezó a querer ser rico. Centraba su mente en las cosas que quería y la apartaba de las que no quería, y así adquirió un ardiente deseo de hacerse rico. Llegó a la conclusión de que el medio más rápido de ganar dinero consistía en vender algo. Eligió el jabón. Se paso doce años vendiéndolo de puerta en puerta. Un día averiguo que la empresa que le proporcionaba el género iba a ser subastada. El precio de venta de la empresa era de 150, 000 dolares. En doce años de ventas y de ahorros, había logrado reunir 25,000 dolares. Se llegó al acuerdo de que depositaria los 25,000 dolares y obtendría los 125,000 restantes en un plazo de diez días. En el contrato figuraba una clausula según la cual perdería el deposito en caso de que no lograra reunir el dinero.

En el transcurso de sus doce años como vendedor de jabón se había ganado el respeto y la admiración de muchos comerciantes. Ahora acudió a ellos. Obtuvo también dinero de algunos amigos personales y de compañías de prestamos y grupos de inversión. La víspera del décimo día había logrado reunir 115,000 dolares, le faltaban 10,000.

Había agotado todas las fuentes de crédito que conocía. Era entrada la noche. En la oscuridad de mi habitación, me arrodille y empecé a rezar. Le pedí a Dios que me condujera a una persona que me prestara a tiempo los 10,000. Me dije a mi mismo que bajaría con mi automóvil por la calle sesenta y uno hasta que viera la primera luz de un establecimiento comercial. Le pedí a Dios que hiciera que aquella luz fuera un signo que me indicara su respuesta.

Eran las once de la noche cuando S.B. Fuller empezó a bajar por la calle sesenta y uno de Chicago. Al final, tras recorrer varias manzanas, vio luz en el despacho de un contratista.

Entró. Allí, sentado junto a su escritorio, cansado de trabajar hasta tan tarde, se encontraba un hombre a quien Fuller conocia vagamente. Fuller comprendió que tendría que ser valiente.

“¿Quiere ganar 1000 dolares?”, le pregunto Fuller directamente.

El contratista se sorprendió por la pregunta. “Si, claro”, contestó.

“En tal caso, extiendame un cheque por por valor de 10,000 y cuando le devuelva el dinero, le entregare 1,000 dolares de beneficios”, recuerda Fuller que le dijo al hombre.

Le indicó al contratista los nombres de las demás personas que le habían prestado dinero y le explicó exactamente y con todo detalle en que consistía el negocio.