S.B Fuller era uno
de los siete hijos de un aparcero de Luisiana. Empezó a trabajar a
la edad de cinco años. A los nueve ya arreaba mulos. Eso no tenia
nada de insólito: los hijos de casi todos los aparceros empezaban a
trabajar a edad muy temprana. Aquellas familias aceptaban la pobreza
como su destino y no pedían más.
El Joven Fuller era
distinto a los demás en un sentido: tenia una madre extraordinaria,
una mujer que se negaba a aceptar esta precaria existencia para sus
hijos, pese a que ella no había conocido otra cosa. Sabia que algo
fallaba por el hecho de que su familia apenas pudiera subsistir en un
mundo de gozo y abundancia. Y solia hablar con su hijo acerca de su
sueño.
“No tenemos que
ser pobres, S.B. -solía decir-. Y que nunca te oiga yo decir que
somos pobres por voluntad de Dios. Somos pobres… no por culpa de
Dios. Somos pobres porque tu padre jamás tuvo el deseo de ser rico.
Nadie en nuestra familia ha tenido jamás el deseo de ser otra cosa.”
Nadie había tenido
el deseo de ser rico. Esta idea quedó grabada tan profundamente en
la mente de Fuller, que cambió toda su vida. Empezó a querer ser
rico. Centraba su mente en las cosas que quería y la apartaba de las
que no quería, y así adquirió un ardiente deseo de hacerse rico.
Llegó a la conclusión de que el medio más rápido de ganar dinero
consistía en vender algo. Eligió el jabón. Se paso doce años
vendiéndolo de puerta en puerta. Un día averiguo que la empresa que
le proporcionaba el género iba a ser subastada. El precio de venta
de la empresa era de 150, 000 dolares. En doce años de ventas y de
ahorros, había logrado reunir 25,000 dolares. Se llegó al acuerdo
de que depositaria los 25,000 dolares y obtendría los 125,000
restantes en un plazo de diez días. En el contrato figuraba una
clausula según la cual perdería el deposito en caso de que no
lograra reunir el dinero.
En el transcurso de
sus doce años como vendedor de jabón se había ganado el respeto y
la admiración de muchos comerciantes. Ahora acudió a ellos. Obtuvo
también dinero de algunos amigos personales y de compañías de
prestamos y grupos de inversión. La víspera del décimo día había
logrado reunir 115,000 dolares, le faltaban 10,000.
Había agotado todas
las fuentes de crédito que conocía. Era entrada la noche. En la
oscuridad de mi habitación, me arrodille y empecé a rezar. Le pedí
a Dios que me condujera a una persona que me prestara a tiempo los
10,000. Me dije a mi mismo que bajaría con mi automóvil por la
calle sesenta y uno hasta que viera la primera luz de un
establecimiento comercial. Le pedí a Dios que hiciera que aquella
luz fuera un signo que me indicara su respuesta.
Eran las once de la
noche cuando S.B. Fuller empezó a bajar por la calle sesenta y uno
de Chicago. Al final, tras recorrer varias manzanas, vio luz en el
despacho de un contratista.
Entró. Allí,
sentado junto a su escritorio, cansado de trabajar hasta tan tarde,
se encontraba un hombre a quien Fuller conocia vagamente. Fuller
comprendió que tendría que ser valiente.
“¿Quiere ganar
1000 dolares?”, le pregunto Fuller directamente.
El contratista se
sorprendió por la pregunta. “Si, claro”, contestó.
“En tal caso,
extiendame un cheque por por valor de 10,000 y cuando le devuelva el
dinero, le entregare 1,000 dolares de beneficios”, recuerda Fuller
que le dijo al hombre.
Le indicó al
contratista los nombres de las demás personas que le habían
prestado dinero y le explicó exactamente y con todo detalle en que
consistía el negocio.